25.2.07

Actitudes ante el dolor

Por San Alberto Hurtado, S.J.

Extracto del Capítulo II de su obra "Humanismo Social".

El auténtico cristianismo es el que ha comprendido y practica la ley del amor. Pero ¿qué es amor? Muchas definiciones se han ensayado del amor, pero tal vez ninguna más precisa que la clásica de nuestra filosofía, desear el bien a alguien: aliviar sus dolores, llevarle alegría, querer para la persona amada los bienes que yo quiero para mí. Nuestro Señor Jesucristo al darnos la señal del verdadero amor nos dice que es desear para el otro lo que yo deseo para mí: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

Un cristiano verdaderamente consciente de su fe no puede menos que preguntarse cuál es la situación de sus hermanos, cuáles son sus alegrías y sus dolores para “gozarse con los que gozan y dolerse con los que lloran”, como lo hacía Pablo de Tarso.

Al echar una mirada al inmenso dolor humano podemos sacar dos conclusiones igualmente erróneas: una sería la resolución de remediarlo todo al punto de atacar al mal por todas partes, y de esperar un pronto, definitivo y total remedio. Esta actitud llevará necesariamente al escepticismo, a perder el ánimo y a terminar confesando que no se puede hacer nada. El otro error comienza donde terminó el primero. Parte del hecho de la inmensidad del dolor humano, de lo desesperante del problema para los cortos medios humanos, de las dificultades insalvables que oponen las pasiones egoístas y de la escasez de los medios, y se cruza de brazos, derrotado de antemano: ¡No hay nada qué hacer! Lo que tenga remedio se arreglará solo, y lo demás quedará definitivamente sin solución. ¿Para qué amargar inútilmente mi vida?

Al declarar erróneas ambas actitudes tenemos en vista otra línea de conducta, la única que nos parece legítima. Conocer el mal para dolerse con los que padecen, mirar con profunda simpatía a los que sufren, para ir a buscar el remedio con toda el alma. Cuando la complicidad del corazón está ganada ¡qué diferente resulta el estudio de las soluciones! ¡De qué distinta manera pedimos el remedio de un abuso cuando se trata de alejarlo de nosotros, que cuando hay que defender al prójimo! ¡Conocer el mal y hacer cuanto se pueda por remediarlo!

El problema en su solución total nos sobrepasa, porque radica en la diferencia esencial de los hombres entre sí, en la fuerte carga pasional congénita en todos, y en el hondo misterio del dolor cuya razón íntima no acabaremos nunca de penetrar. ¿No será acaso la causa más profunda del sufrimiento humano “completar lo que falta a la pasión de Cristo”, colaborar con Jesús en la redención de la humanidad? Pobres y dolientes siempre los tendremos con nosotros; siempre será señal distintiva del cristiano el cargar la cruz detrás de Jesús: morir como el grano de trigo para dar fruto en abundancia.

Uno de los mayores tropiezos, si no el mayor, para aliviar el dolor humano es desconocerlo. En todo hombre hay una chispa de lo divino, ya que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Es imposible que quien participa en su ser de la vida divina, que es caridad, no se conmueva si conoce el mal. Algunos casi no conocen el sufrimiento porque viven en un ambiente demasiado alejado de los grandes dolores humanos; otros no conocen el dolor ajeno porque están absorbidos por el propio dolor: lo tienen demasiado cerca para poder ver a los demás que sufren.

Dar a conocer en forma cabal todo el dolor humano es tan difícil como conocer al hombre mismo y los más íntimos repliegues de su ser, en cada uno de los cuales se esconde a ratos un dolor; pero por lo menos podíamos ensayar de asomarnos a ese inmenso campo de luchas para ver siquiera los dolores más externos, los más aparentes, los que más fácilmente se pueden sensibilizar y también los que menos difícilmente pueden ser solucionados por el esfuerzo combinado de los hombres de buena voluntad.

No son sólo los pobres los que sufren, los dolores de la gente de la clase media, de las personas de situación que han descendido de su posición son aún mayores, pero están más ocultos, porque ellos mismos por dignidad se encargan de esconderlos de toda mirada indiscreta. Entre las personas pudientes, aún entre las que nadan en la abundancia, cuántos dolores íntimos que no pueden solucionarse con dinero, cuántos desgarramientos de alma, deseos insatisfechos, tragedias de hogar, pérdidas de los seres queridos, tanto más mortificantes cuanto que los que padecen están acostumbrados a ver realizados todos sus deseos y hasta sus caprichos.

Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia. Cuando esto se ha hecho y sin embargo persevera el dolor entonces el cristiano no acude a la rebelión, no se deja vencer por la amargura ni por el rencor, sino que besa la mano de Dios que es su Padre.

Ante el mal del mundo el cristiano es un perpetuo y total inconformista y al mismo tiempo un hombre realista que hace cuanto las circunstancias le permiten, sabiendo que la peor de las cobardías es la evasión de la acción porque no puede hacer una obra que cumpla con todas sus aspiraciones. Algo, por pequeño que sea vale infinitamente más que nada.

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